Ante Jesús crucificado, resuenan también
para nosotros sus palabras: «Tengo sed» (Jn 19,28). La sed es, aún más que el
hambre, la necesidad extrema del ser humano, pero además representa la miseria
extrema. Contemplemos de este modo el misterio del Dios Altísimo, que se hizo,
por misericordia, pobre entre los hombres.
¿De qué tiene sed el Señor? Ciertamente
de agua, elemento esencial para la vida. Pero sobre todo de amor, elemento
no menos esencial para vivir. Tiene
sed de darnos el agua viva de su amor, pero también de recibir nuestro amor. El profeta Jeremías habló de la
complacencia de Dios por nuestro amor: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que
me tenías de novia» (Jer 2,2). Pero dio también voz al sufrimiento divino,
cuando el hombre, ingrato, abandonó el amor, cuando ?parece que nos quiere
decir también hoy el Señor? «me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se
cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (v. 13). Es el drama del «corazón
árido», del amor no correspondido, un drama que se renueva en el Evangelio,
cuando a la sed de Jesús el hombre responde con el vinagre, que es un
vino malogrado. Así, proféticamente, se lamentaba el salmista: «Para mi sed me
dieron vinagre» (Sal 69,22).
«El amor no es amado»; según algunos
relatos esta era la realidad que turbaba a San Francisco de Asís. Él, por amor
del Señor que sufre, no se avergonzaba de llorar y de lamentarse en alta voz
(cf. Fuentes Franciscanas, n. 1413). Debemos tomar en serio esta misma realidad
cuando contemplamos a Dios crucificado, sediento de amor.
La
Madre Teresa de Calcuta quiso que, en todas las capillas de sus
comunidades, cerca del crucifijo, estuviese escrita la frase «tengo sed». Su respuesta
fue la de saciar la sed de amor de Jesús en la cruz mediante el
servicio a los más pobres entre los pobres. En efecto, la sed del Señor se
calma con nuestro amor compasivo, es consolado cuando, en su nombre, nos
inclinamos sobre las miserias de los demás. En el juicio llamará «benditos» a
cuantos hayan dado de beber al que tenía sed, a cuantos hayan ofrecido amor
concreto a quien estaba en la necesidad: «En verdad os digo que cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis»
(Mt 25,40).
Las palabras de Jesús nos interpelan,
piden que encuentren lugar en el corazón y sean respondidas con la vida. En su
«tengo sed», podemos escuchar la voz de los que sufren, el grito escondido de
los pequeños inocentes a quienes se les ha negado la luz de este mundo, la
súplica angustiada de los pobres y de los más necesitados de paz. Imploran la paz las víctimas
de las guerras, las cuales contaminan los pueblos con el odio y la Tierra con
las armas; imploran la paz nuestros hermanos y hermanas que viven bajo
la amenaza de los bombardeos o son obligados a dejar su casa y a emigrar hacia
lo desconocido, despojados de todo. Todos estos son hermanos y hermanas del
Crucificado, los pequeños de su Reino, miembros heridos y resecos de su carne.
Tienen sed. Pero a ellos se les da a menudo, como a Jesús, el amargo vinagre del
rechazo. ¿Quién los escucha? ¿Quién se preocupa de responderles? Ellos
encuentran demasiadas veces el silencio ensordecedor de la indiferencia, el
egoísmo de quien está harto, la frialdad de quien apaga su grito de ayuda con
la misma facilidad con la que se cambia de canal en televisión.
Ante Cristo crucificado, «fuerza de Dios
y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24), nosotros
los cristianos estamos llamados a contemplar el misterio del Amor no amado, y a
derramar misericordia sobre el mundo. En la Cruz, árbol de vida, el
mal ha sido transformado en bien; también nosotros, discípulos del Crucificado,
estamos llamados a ser «árboles de vida», que absorben la contaminación de la
indiferencia y restituyen al mundo el oxígeno del amor.
Del costado de Cristo en la cruz brotó
agua, símbolo del Espíritu que da la vida (cf Jn 19,34); que del mismo modo, de
nosotros sus fieles, brote también compasión para todos los sedientos de hoy.
Que el Señor nos
conceda, como a María junto a la cruz, estar unidos a él y cerca del que sufre. Acercándonos a cuantos hoy viven como
crucificados y recibiendo la fuerza para amar del Señor Crucificado y
resucitado, crecerá aún más la armonía y la comunión entre nosotros. «Él es
nuestra paz» (Ef 2,14), él que ha venido a anunciar la paz a los de cerca y a
los de lejos (Cf. v. 17). Que nos guarde a todos en el amor y nos reúna en la
unidad, para que lleguemos a ser lo que él desea: «Que todos sean uno» (Jn
17,21).
Tus entradas siempre me interpelan y me hacen reflexionar....."TENGO SED" esta frase me ha llegado muy adentro ¿Estaré yo cumpliendo con mi obligación de dar de beber a tanto sediento? Pero resulta que yo también tengo sed de Dios y sé que si me sacio de Él todo lo demás queda resuelto.Saludos pater
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