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sábado, 12 de junio de 2010

HOMILIA XI DOMINGO ORDINARIO CICLO "C"

Hoy quiero  tomar  la  pagina completa de  Homilias para  Domingo   de  homilia.org

Las lecturas de hoy nos hablan de arrepentimiento y perdón. En la Primera Lectura vemos el caso de David (2 Sam.12, 7-13) y en el Evangelio el de la mujer pecadora (Lc. 7, 36 - 8, 3).


David es el prototipo del pecador arrepentido. La lectura de hoy nos trae precisamente el momento en que Dios, a través del Profeta Natán le señala a David, su escogido, el doble y grave pecado que había cometido: asesinato y adulterio.

Sin embargo, si leemos los versículos anteriores a esta lectura, podremos observar cómo Dios va llevando a David a ver cuán fea es su culpa, cuando el Profeta Natán le cuenta acerca de un rico ganadero que para alimentar a un visitante suyo, roba la única oveja que tenía un pobre (esto en clarísima referencia a la única esposa que tenía Urías, la cual había sido seducida por David). Por supuesto, el Rey se indigna ante la injusticia del ganadero rico. Pero ¡cuál no será su sorpresa cuando Natán le dice que ese ganadero es él mismo! Y David se arrepiente de verdad y con dolor: “¡He pecado contra el Señor!”.

Y este arrepentimiento maravilloso del Rey David nos ha dejado ese Salmo estupendo (Salmo 51), en el que David expone todos sus sentimientos y peticiones al Señor. A continuación, extraemos algunas de líneas de ese Salmo:

Misericordia, Señor, porque pequé.

Por tu inmensa compasión borra mi culpa, sana del todo mi pecado.


Reconozco mi culpa, Señor.

Contra Ti, contra Ti solo pequé: cometí la maldad que aborreces.


Rocíame con el hisopo y quedaré limpio.

Lávame y quedaré más blanco que la nieve.

Devuélveme la alegría de la salvación.

Aparta de mi pecado tu vista. Sana en mí toda culpa.

Crea en mí un corazón puro,

renuévame por dentro con espíritu firme.

No me ocultes tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu.

Mi ofrenda es un corazón arrepentido.

Mi ofrenda es un espíritu quebrantado.

Un corazón contrito y humillado, Tú Señor, no lo desprecias.

Y es importante ver que el pecado de David, aunque perdonado por su sincero y doloroso arrepentimiento tendrá consecuencias para él y su familia, entre otras, que “la muerte por espada no se apartará nunca de tu casa” y el hijo que había nacido de esa unión pecaminosa moriría (cf. 2 Sam. 12, 13-14).

¿Qué nos enseña esto? Que si bien la pena eterna consecuencia de nuestros pecados graves queda eliminada con el arrepentimiento (sin olvidar que en nuestro caso, también está la exigencia de la Confesión), la pena temporal sigue vigente. Es lo mismo que decir que nuestros pecados deben ser purificados, a pesar de haber sido perdonados. Y esa purificación puede ser aquí en la tierra o allá en el Purgatorio.

(Ver en www.buenanueva.net Purgatorio

El Evangelio nos narra el incidente de la mujer pecadora que se atreve a entrar en la casa de un fariseo que había invitado a Jesús a cenar. ¡Qué escena tan comprometedora! Una mujer de la mala vida entra, sin haber sido invitada, y se coloca a los pies de Jesús, llorando sus pecados. Con sus lágrimas le lavó los pies, cosa que Simón, anfitrión descuidado, no había hecho. Y, adicionalmente, le ungió los pies con perfume.

Los ojos de todos fijos en el Maestro y la mujer. “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”, piensa equivocadamente el fariseo Simón. Jesús, que sabe lo que está pensando su anfitrión, le propone un cuento al estilo del Profeta Natán con el Rey David, para ver qué responde su interlocutor.

“¿Quién ama más?”, interroga Jesús a Simón. “Supongo que aquél a quien se le perdonó más”, responde Simón correctamente. Luego pasa el Señor a reclamarle a su anfitrión que no le ha dado el trato correspondiente, que la mujer sí le ha dado: lavado de los pies, unción de los cabellos, beso de bienvenida, etc.

Simón tal vez haya cometido menos pecados que la mujer, pero está cerrado al amor. Sólo quiere averiguar quién es Jesús y -por supuesto- duda de su sabiduría y se escandaliza de su actitud hacia la mujer. Si se hubiera abierto de veras al Señor, en vez del reproche, cuánto amor no hubiera recibido de El.

Cuanto más por amor sea el arrepentimiento, como en el caso de la mujer pecadora, más recibe perdón de Dios el arrepentido. Y queda perdonada la culpa y también pudiera quedar perdonada la pena; es decir, queda perdonado el pecado y pudiera quedar borrada también la mancha que dicho pecado ha dejado en el alma.

¿Por qué es importante que no quede mancha de pecado en el alma? Porque al Cielo “no puede entrar nada manchado” (Ap. 21, 27).

En la Segunda Lectura (Gal. 2, 16-21) San Pablo nos dice que es la fe lo que nos hace justos y no el cumplimiento de la ley. Se dirige a los judíos, quienes creían en la Ley y no en Jesucristo como Salvador. La fe nos lleva a la esperanza y al amor. Y el amor a la entrega, que hace exclamar al Apóstol: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.

Ese amor que nos pide Jesús: amar a Dios por encima de todo lo demás, nos va llevando a esa unión íntima con El, pudiendo llegar a sentir también que Cristo vive en nuestro interior. Esa íntima unión nos lleva a sentir un arrepentimiento sincero y perfecto si alguna vez le fallamos. Ese amor lo describe bellísimamente la conocida poesía española inspirada en Jesús crucificado:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el Cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el Infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido;

muéveme ver tu cuerpo tan herido;

muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor y, en tal manera,

que aunque no hubiera Cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera Infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

pues si aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Habla esta poesía del arrepentimiento perfecto, que es el que mueve al poeta, dejando descartado el arrepentimiento imperfecto para sí. Veamos esto con más detalle.

El pecado es para el alma lo que una enfermedad es para el cuerpo. Puede que sea una enfermedad larga, entonces diríamos que el alma se encuentra en “estado de pecado”. Puede que sea una cuestión pasajera, como un pecado cometido y perdonado enseguida o en breve tiempo.

El pecado siempre estará presente en el mundo, mientras el mundo que conocemos siga siendo mundo. Por eso Dios, bondadoso con nosotros sus hijos hasta el extremo, dejó previsto el remedio para todos nuestros pecados. Y ese remedio que nunca falla es: arrepentimiento y Confesión.

Y Dios está siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, como vemos repetidamente en la Biblia y muy elocuentemente en las lecturas de hoy.

Ningún pecado es perdonado sin el arrepentimiento. Así que esta parte del tratamiento es la más importante, ya que podría darse el caso de pecados confesados que no quedan perdonados porque no hay un arrepentimiento sincero del pecado o de los pecados cometidos.

Ahora bien, por la poesía hemos visto cómo el arrepentimiento puede ser “perfecto” o “imperfecto”. Y ambos sirven para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión, pero -por supuesto- el arrepentimiento perfecto es mucho mejor.

El arrepentimiento perfecto es el que hacemos porque sentimos de veras que con nuestro pecado hemos ofendido a Dios, quien merece toda nuestra lealtad y todo nuestro amor. No siempre nos arrepentimos de esta manera. Pero es saludable buscar esta forma de contrición.

¿Y por qué es tan importante la contrición perfecta? Porque ésta borra todos los pecados, ¡inclusive los pecados graves, aún antes de confesarlos! Se ve claro cuán conveniente es, enseguida de haber pecado, hacer un acto de arrepentimiento porque nuestro pecado ha ofendido a Dios

Por supuesto, estamos obligados a confesarnos a la mayor brevedad, porque bien dejó establecido Jesús el Sacramento de la Confesión: “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar” (Jn. 20, 19-23).

Pero si acaso nos sorprendiera la muerte antes de la Confesión, nuestros pecados están ya perdonados por ese “arrepentimiento perfecto”. Por eso se ha dicho con sobrada razón que la contrición perfecta es la llave del Cielo. Si se diera el caso de que tuviéramos que ayudar a alguna persona en el momento de su muerte y no hay un Sacerdote disponible, debiéramos ayudar al moribundo a hacer una “contrición perfecta” de sus pecados.
Sin embargo, la bondad y misericordia de Dios que no tienen límites, tampoco nos exige como indispensable el arrepentimiento “perfecto”. El permite que nos arrepintamos también de una manera no perfecta. Se llama “contrición imperfecta” o “atrición”.

Se trata del arrepentimiento por temor. ¿Y temor a qué? Temor a las consecuencias de nuestro pecado. Y no se trata de las consecuencias humanas que también acarrean nuestras faltas, como podría ser, por ejemplo, una pena legal por un robo o un asesinato. No, las motivaciones humanas no sirven para el arrepentimiento. Se trata de las consecuencias sobrenaturales que el pecado conlleva: el castigo eterno del infierno, al que ciertamente hay que tenerle miedo. Y Dios es ¡tan bueno! que le basta como arrepentimiento ese miedo al infierno.

Ambos arrepentimientos requieren de la Confesión Sacramental. El perfecto es mejor. Pero el imperfecto, el del miedo a la condenación eterna también sirve para recibir el perdón de Dios. Para la enfermedad de nuestros pecados Dios ha puesto a nuestro alcance el remedio que no falla y además nos ha dado distintas opciones. ¡Cómo no aprovecharlas: arrepentimiento (perfecto o imperfecto) y Confesión!

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