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sábado, 3 de enero de 2009

segundo domingo natividad


Los hijos de Dios. Hay quien ha dado al Prólogo del evangelio de San Juan el nombre de obertura, porque lo mismo que esa parte inicial de una obra musical, trata de alguna forma los temas principales de todo el evangelio. Así nos habla del Verbo de Dios, o Hijo Unigénito del Padre, que se hace hombre y habita entre nosotros, para revelarnos todo aquello que ha de conducirnos a la vida eterna. Nos comunica también que somos hijos de Dios, gracias únicamente al poder y a la bondad de Dios. Estas son, en cierto modo, las dos vertientes fundamentales que se destacan en este célebre pasaje evangélico: Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es la revelación del Padre, y todo aquel que cree en Él recibe el don divino y gratuito de la filiación divina.

Podríamos decir que sólo con eso ya estaría más que justificada la veneración multisecular que la Iglesia ha tenido hacia esta página evangélica, mantenida en la liturgia de la Santa Misa, durante mucho tiempo, como una bendición que cerraba con broche de oro el ritual del Sacrificio incruento de Cristo. Prueba de esa veneración es que todavía hoy, en contra de lo que suele hacerse para evitar la repetición de los mismos pasajes evangélicos, se lee también en otras celebraciones de la Eucaristía, como ocurre en la Misa del día de Navidad.

Aparte de las ideas que hemos señalado como principales, hay además otras verdades que San Juan, de forma poética, nos transmite. Nos dice que por medio de la Palabra todo ha sido hecho El Verbo de Dios como causa eficiente y ejemplar de toda la creación Luego, ya casi al final de la pericona, nos revela que la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo, de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Lo mismo que en la primera creación, también ahora se verifica la renovación del hombre y del mundo entero, como en una segunda y nueva creación, gracias al Verbo de Dios, a la Palabra que se hace carne, al Hijo de Dios que se hace hombre para morir en una Cruz por salvarnos.

También nos habla de la Luz y de las tinieblas, de ese forcejeo que en un combate cósmico se libra entre el Bien y el mal, para terminar con la victoria final de Dios, pues las tinieblas nunca podrán apagar ni extinguir la Luz, esa que brilla y alumbra a todos los hombres para que descubran la huella de Dios y le sigan hasta el final. Partícipe de esa Luz era el Bautista que, como hace la aurora con el día, anunciaba la llegada de Cristo, Luz del mundo. Con un deje de tristeza nos refiere San Juan que vino Dios a los suyos y que los suyos no le recibieron. Es la tragedia del pueblo escogido que no fue capaz de vislumbrar al Mesías, prometido desde antiguo, en Jesús de Nazaret, a pesar de sus palabras y, sobre todo, de sus obras. Pero no todos le rechazaron. Hubo muchos judíos que vieron y creyeron en Cristo, le recibieron y le aceptaron, le amaron con toda el alma. Esos judíos, -entre los que destaca Juan-, así como cuantos creen en Cristo, sean de la raza que sean, esos son los hijos de la Luz, los hijos de Dios. (Betania)

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